domingo, 19 de diciembre de 2021

El Cortijo de El Raposo


Hablaremos hoy de una de las cortijadas más grandes del término municipal de Dólar, en las estribaciones occidentales de la Sierra de Baza, en la provincia de Granada. 


Sus antiguos habitantes se dedicaban sobretodo al cultivo de cereales y al pastoreo. En aquel lugar apartado y en las alturas — se sitúa en una cota de 1620 msnm —, habitaron muchas generaciones de humildes segadores, pastores, queseros, esparteros, mineros y lecheros. En aquel humilde cortijo nació y vivió mi abuelo Antonio, entre 1919 y 1958.


El origen del cortijo de El Raposo, así como el de otras aldeas de la zona parece haber estado en el desarrollo de la ganadería entorno a un gran latifundio conocido antiguamente como Cortijo de El Carmen, que alcanzó su máximo esplendor hacia la segunda mitad del siglo XIX. Pascual Madoz, célebre político del siglo XIX, en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España de 1850 describe el cortijo de El Raposo como “una cortijada” que, junto con Charches y la aldea de La Rambla del Agua, formaban un ayuntamiento dependiente por entonces de la Diócesis de Guadix. Asimismo Madoz señala que en aquella época la cortijada de El Raposo contaba con un total de 18 familias y 110 habitantes, sumando el conjunto de los tres núcleos de población (El Raposo, Charches y La Rambla del Agua) un total de 658 habitantes.

Edificio principal del cortijo. Agosto de 2003.

La configuración de los edificios de El Raposo y el marcado estilo alemán colonial de algunas de las edificaciones se lo debe curiosamente a la minería. Coincidiendo con los años de la I Guerra Mundial (1914-1918) se asentaron en El Raposo cierto grupo de alemanes con el fin de explotar unos yacimientos cercanos de wulfenita (mineral popularmente llamado “plomo amarillo”). Este singular material era empleado en la fabricación de armamento militar. Así, el edificio principal del cortijo fue ideado originalmente para albergar a los ingenieros y personal administrativo de la mina que allí se estableció a principios del siglo XX, así como la zona secundaria, destinada a barracones o cuarteles de los mineros. Estas minas quedaron abandonadas en 1918, al concluir la I Guerra Mundial. 


Tras la marcha de los alemanes la propiedad del cortijo, que contaba con unas extensiones de unas 2500 hectáreas, fue adquirida hacia 1923 por Don Miguel Carrasco Almansa, cabeza de una poderosa familia de terratenientes de la Sierra de Baza conocidos como los Carrasco, quienes además de El Raposo poseían también los cortijos de Benajara, La Morota y la que luego fue conocida como Dehesa del General Rada. Con este conjunto de propiedades la familia Carrasco eran de hecho en aquellos días los mayores terratenientes de toda la sierra. El cortijo llegó a estar habitado por 32 segadores, 3 pastores y dos guardas al cuidado de la zona forestal. En 1924 la población de la finca estaba formada por 10 matrimonios con 33 hijos y 53 habitantes.

Carmen Martínez Ruiz, una anciana nacida en 1911 y que vivió en El Raposo hasta el inicio de la Guerra Civil Española (1936), relataba que en la época en la que ella vivió en el cortijo vivían allí tres familias de pastores, además de los propietarios, que junto con su servidumbre, ocupaban el edificio principal. Contaba esta mujer que en el lugar abundaban las vacas, y sobretodo las ovejas, con la leche de las cuales se elaboraba un queso artesanal muy demandado y apreciado, que solía llevarse en aquellos días hacia la zona de Murcia para su venta. Asimismo relataba que en sus años de vida en el cortijo (hacia los años 30 del siglo XX) abundaba el agua en toda la zona y junto al cortijo discurría una acequia, que era aprovechada por las mujeres del lugar para lavar la ropa.

Entre 1925 y 1933 la propiedad del cortijo sufre una desintegración al ser traspasado en herencia a los cuatro hijos de Don Miguel Carrasco.

En cuanto a la pequeña ermita existente en el cortijo, en una pequeña lápida de mármol blanco situada en su fachada principal, encima de la puerta, puede leerse que su fundación data del año 1706.



Se cuenta que esta ermita fue construida con motivo de la visita al lugar a principios del siglo XVIII de la entonces propietaria del antiguo cortijo, una mujer llamada María José. De hecho las palabras de dicha lápida rezan literalmente: “Viaje de María Joseph. El Cortijo del Carmen. Año de 1706”.



La pequeña ermita estaba dedicada a la devoción de la Virgen del Carmen y de hecho contaba con una imagen de dicha virgen en su interior. Dicha imagen fue destruida en 1936 durante los altercados acaecidos con motivo del inicio de la Guerra Civil.

En los años 40 en estas tierras se recolectaba el esparto, el cual aportaba mucho trabajo y beneficio a los propietarios.

Mucho después, en 1972 la finca fue adquirida por el I.C.O.N.A. (Instituto para la Conservación de la Naturaleza, 1971-1995), aunque una parte de ella quedó aún en manos de sus antiguos propietarios, unas 372 hectáreas, que fueron consorciadas. La propiedad del resto del cortijo pasó entonces a manos del Patrimonio Forestal del Estado. Posteriormente, en 1989, todo el área de la Sierra de Baza fue declarada Parque Natural.

Hoy en día la totalidad del cortijo pertenece a la Consejería de Agricultura, Ganadería, Pesca y Desarrollo Sostenible de la Junta de Andalucía, y todo el conjunto del antiguo cortijo está integrado en su totalidad dentro del área protegida del Parque Natural de la Sierra de Baza.



Tanto el edificio principal como la pequeña ermita fueron rehabilitados en tiempos recientes como refugio rural por la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía, con capacidad para alojar a 50 personas.

En la actualidad casi el único aprovechamiento que tiene el lugar es la actividad de la caza, pues son muy abundantes los ciervos, y sobretodo los jabalíes, que acuden a menudo al lugar para comer las abundantes bellotas de las numerosas encinas del paraje.

Actualmente únicamente se encuentran en buen estado el edificio principal y la pequeña ermita. En cambio el resto de edificios (barracones y antiguas casas de pastores y campesinos) se encuentran en situación ruinosa y de total abandono desde hace ya muchos años.




Hoy en día para llegar al cortijo de El Raposo existen dos posibles caminos: si se entra desde Baza hay que adentrarse por Gor, y seguir la carretera hacia Las Juntas. Una vez llegados a la pequeña aldea de Las Juntas hay que continuar hasta llegar a un cruce en el Cerro de la Virgen, en el que hay que tomar el carril de la derecha, que conduce a Charches. Unos centenares de metros después del cruce existe un desvío a la izquierda, que conduce directamente al cortijo de El Raposo. En cambio, si se entra desde Almería, Granada o Guadix hay que adentrarse primero hacia Charches por la carretera Guadix-Almería. Al pasar Charches y la zona de La Fraguara hay que tomar un desvío que aparece a la derecha y que conduce finalmente hasta El Raposo.






FUENTES:








Mapa de la Sierra de Baza




Imágenes vista del conjunto y del edificio principal. Autor: Fernando Conesa Navarro. 26-08-2003.


Imagen lápida fachada. Autor: José Medina. 08-12-2019.
Blog Caminos del Sur


Imágenes de la ermita y las casas. Autor: Diego Salas Quirante. Julio de 2021.


Imagen general del cortijo. Autor: Indalobici. Octubre de 2014.





domingo, 12 de diciembre de 2021

Andanzas de un campesino soldado. Epílogo

 



EPÍLOGO




Antonio logró finalizar el servicio militar bastantes meses después de aquella primavera de 1940. Tras el servicio militar regresó a casa con su familia y continuó viviendo de las tareas del campo junto a ellos. Algunos años después conoció a Piedad, una joven de un cortijo de la zona que llamaban “La Caña’ La Cueva”, no lejos de la localidad de Gor, un pequeño pueblo situado en un valle a los pies de la sierra en la zona noroeste de la Sierra de Baza, a unos 17 kilómetros de Charches. 

Vista de Gor desde la cima del cerro. Abril de 2000.


En 1958 contrajeron matrimonio en dicha localidad y continuaron viviendo como campesinos arrendatarios en diversos cortijos de la zona: el Cortijo de Peñas Blancas, cerca de Fonelas, en Pedro Martínez y en el Cortijo de El Llano Bermejo, cercano a Gor, dedicándose a lo que siempre habían hecho: las tareas de la agricultura y el cuidado de ganado. Antonio fue siempre hombre muy hábil, y aprendió a fabricar artesanalmente todo tipo de utensilios con esparto, tarea que compaginaba con el resto de las numerosas tareas del campo.


Hacia finales de los años 60, época en España de marcado éxodo rural hacia las grandes ciudades, Emilio, el hermano de Antonio, marchó, como tantos otros en busca de una vida mejor hacia una ciudad industrial entonces en pleno auge: Elche, en la provincia de Alicante. Emilio logró prosperar en aquella ciudad, y pronto animó a sus hermanos a abandonar la durísima vida del campo y marchar también a la ciudad en busca de una vida mejor. Al final todos dejaron sus vidas de campesinos. Antonio y su hermana Adela marcharon con sus familias a vivir una nueva vida en Elche. La hermana pequeña, Antonia, sin embargo, decidió probar suerte en tierras catalanas, y marchó a vivir a Terrassa, provincia de Barcelona.


En Elche Antonio y su hermano trabajaron en la industria del calzado como operarios en diferentes fábricas.


Interior de una antigua fábrica de calzado en el entorno de Elche (Alicante), hacia los años 60.


Algún tiempo después Antonio continuó trabajando por su cuenta dedicándose a la reparación de calzado desde casa, lo que él solía llamar con la curiosa expresión: “hacer Quiova”.

Antonio era hombre muy serio, seco y estricto, y fue siempre muy austero. Pero se le iluminaba la cara y sonreía al ver a sus nietos. Antonio y Piedad tuvieron tres hijos y siete nietos.

En alguna ocasión sus nietos llegaron a preguntar a Antonio a qué le hubiera gustado dedicarse si hubiera tenido alguna vez la oportunidad de estudiar. Tras quedarse pensando, Antonio dijo que de haber tenido la oportunidad le hubiera gustado estudiar Derecho y poder llegar a ser Juez.



Antonio en la puerta de la que fue la casa de su familia en el cortijo de El Raposo. 26 de Agosto de 2003.




Antonio y Piedad celebrando el 50 aniversario de su matrimonio. Enero de 2008.







© Fernando Conesa Navarro. Reservados todos los derechos.






Imagen de Gor. Abril de 2000. Autor: Fernando Conesa Navarro.



Imagen de una antigua fábrica de calzado. Autor desconocido.
Publicada en blog "¿...Y por qué no un blog?, Gaspar Agulló.



Imagen de Antonio en el cortijo de El Raposo. 26-08-2003. Autor: Fernando Conesa Navarro.



Imagen de Antonio y Piedad. 19-01-2008. Autor: Fernando Conesa Navarro.








domingo, 5 de diciembre de 2021

Andanzas de un campesino soldado. Capítulo 9. Volver a empezar



 Capítulo 9.    Volver a empezar



 Cortijo de El Raposo, Marzo de 1940.


Tras sus azarosas aventuras, Antonio por fin había podido retomar su quehacer cotidiano en el cortijo. Su vida había vuelto por fin a la calma. Su familia tenía arrendadas por entonces unas tierras no lejos de allí, un par de bancales junto al barranco de La Presa, un lugar popularmente conocido como “El Chorrete”. Allí solían sembrar patatas, maíz, pimientos, tomates, cebada, trigo, calabazas y remolacha, según fuese la temporada apropiada para cada cultivo.


Algunos años, si la cosecha era lo bastante buena, vendían los excedentes de trigo y cebada. Un comerciante solía acudir cada año por los cortijos de la sierra acabada la cosecha, comprando a los campesinos del lugar el trigo y la cebada que les sobraba o que estuvieran dispuestos a vender. Se trataba de lo que llamaban por aquel entonces un “remitente”, un comerciante que se encargaba de costear los portes de la mercancía hasta la estación de tren de Huéneja, a unos 10 kilómetros de Charches. 


Un día Antonio recibió una particular carta, que entonces se conocía como “un oficio”. En ella se le instaba a presentarse en la “Caja de Reclutas”, en Guadix, para realizar el servicio militar. Antonio leyó con profunda consternación la misiva, y se le vino el mundo encima…


Más parecía una funesta burla del destino... No habiendo sido suficiente las terribles experiencias vividas en la guerra, le llamaban ahora de nuevo, tan sólo un año después, a reunirse forzosamente de nuevo con el ejército, como si todo volviera a empezar… 


Pero no había alternativa posible, o se presentaba o iría a la cárcel con el serio peligro de ser fusilado por insurrecto. No valía la pena arriesgarse.


Sumamente entristecido y desesperado Antonio comunicó la noticia a su familia. La tristeza de madre y hermanos, una vez más fue enorme, y asumieron desconsolados que Antonio tenía que marcharse otra vez con los militares.


Antonio, junto a otro compañero de El Raposo que también había recibido una carta similar, partió hacia Guadix, a presentarse en la señalada “Caja de Reclutas”. 


Tres días después ambos tomaron camino hacia Granada, allí debían presentarse en el cuartel, y les indicaron que debían reunirse en la plaza de toros, donde reunían a los hombres convocados de toda la provincia. Un oficial iba nombrando a cada uno de los jóvenes reclutas y su destino asignado. Eran agrupados por expediciones, grupos de unos 25, y de allí partían de nuevo a la estación de tren de Granada. Por el camino, algunas expediciones iban bajando en las estaciones según su destino. A Antonio le fue asignado como destino Cáceres.


Tras un día entero de lento y traqueteante viaje en tren llegaron por fin a Cáceres, ya anochecido. En la estación los esperaban varios sargentos, que los iban distribuyendo según la compañía y el batallón al que pertenecía cada uno. El suyo fue el Regimiento de Infantería Argel nº 27.


Al día siguiente fueron conducidos al almacén y les entregaron la ropa de militar. Entonces comenzaban el llamado periodo de instrucción, que consistía en tres meses de formación militar en el acuartelamiento. Por las mañanas hacían formación militar y por las tardes estudiaban teoría de las armas y todo lo relacionado con el mundo militar. Los que fallaban a las preguntas de teoría eran arrestados en el calabozo o recibían castigos tales como hacer la guardia de la compañía.


En plena posguerra eran tiempos de gran miseria y la comida escaseaba. Pasaban mucha hambre. Los trabajos eran muy duros y la comida mala y escasa.


Con el tiempo Antonio y sus compañeros no tardaron en darse cuenta de que la dureza de los ejercicios militares que realizaban cada día dependía mucho del instructor que les tocara. Según el que tocara sabían que terminarían totalmente extenuados o que por el contrario los ejercicios serían “fáciles”.


Había algunos que tras meses de ejercicios continuados no eran capaces de aprender siquiera a formar, y eran conducidos al grupo de “los menos aventajados”. Por fortuna Antonio logró superar los ejercicios satisfactoriamente, y continuó medrando en su penosa estancia en el servicio militar, la tan popularmente llamada “Mili”.


domingo, 28 de noviembre de 2021

Andanzas de un campesino soldado. Capítulo 8. Camino del sur

  

 

Capítulo 8.    Camino del sur

 

 

 

Primavera de 1939.

En algún lugar de La Mancha.

 

 

Dejando atrás Alcázar de San Juan, Antonio y sus compañeros carboneros, tras su fuga de la Plaza de Toros habían resuelto dirigirse caminando al sur, hacia la estación de Linares-Baeza, porque sabían que allí tenían parada los trenes hacia Almería, ruta que solía tener parada también en Guadix, y con suerte podía ser su oportunidad para tratar de montar en algún tren y continuar hacia el sur. Fueron dos interminables días de largas y lentas caminatas a través de polvorientos caminos atravesando grandes llanuras de trigales y viñedos, La Mancha castellana. Caminaban siempre alerta, tratando de pasar desapercibidos en mitad de aquellas soledades, y huyendo de cualquier posible encuentro con guardias, soldados o indeseables que desearan denunciarles. Paraban a descansar y tomar aliento muchas veces, a la sombra de alguna solitaria encina, cuando las piernas ya no les aguantaban más. Lo peor era la sed que sentían, y que no podían saciar a menos que se toparan con algún arroyo o fuente. A pesar del hambre y la sed intentaban evitar los lugares poblados, por miedo a ser descubiertos. En toda la travesía tan sólo pudieron llevarse a la boca unas escasas uvas que quedaban en uno de los numerosos viñedos que encontraron.

 

 

Unos dos días después de haber dejado Alcázar de San Juan arribaron a la Estación de Linares-Baeza. Allí acercáronse a los andenes, y pudieron observar que la entrada a los trenes estaba custodiada bajo un estricto control por parte de los revisores. De esta forma les sería imposible colarse en algún tren. Además, tampoco quedaban ya billetes a la venta en las taquillas de la estación, agotados todos por los innumerables viajeros que copaban los trenes en aquellos días.

 

Consternados por el nuevo revés, se vieron perdidos y desorientados, sin saber dónde ir o qué hacer. En estas, el joven Antonio se sobrepuso una vez más a la adversidad, y echando mano de su memoria tuvo una idea: Propuso a sus compañeros dirigirse a la cercana estación de Begíjar, a algo más de tres horas a pie de allí. Ya había estado en ella una vez, hacía ya casi tres años, cuando huyó evadido del frente extremeño al comienzo de la guerra, y pensó que valía la pena intentarlo de nuevo. A sus compañeros no les pareció mala la idea.

 

Así, con las escasas fuerzas que aún pudieran quedarles, dejaron la Estación de Linares-Baeza, y se dirigieron esta vez hacia la estación de Begíjar, que distaba de allí tan sólo unos dieciséis kilómetros. Muy desorientados, sin embargo, tardaron un día entero de penoso andar errático por los desconocidos caminos de la zona hasta dar finalmente con la citada estación. Llegados a la Estación de Begíjar, Antonio optó por emplear la misma táctica que ya le resultara en la anterior ocasión que estuvo allí, cuando andaba evadido. Se acercaron a un ferroviario, que andaba por allí portando un farolillo, pues ya había anochecido. Temerariamente, se atrevieron a preguntarle directamente acerca de la posibilidad de colarse en algún tren. Por fortuna para ellos aquel ferroviario se mostró solidario, y les preguntó a dónde querían dirigirse. Antonio le respondió que tenían intención de llegar a Guadix, a lo que el ferroviario les informó que dentro de una hora u hora y media, debía pasar por allí un tren de mercancías con destino Almería, y que tenía también parada en la estación de Guadix. Enormemente agradecidos con aquel hombre, se despidieron y fueron a esconderse por los alrededores a la espera de la llegada del tren.

 

Como ya sucediera la vez anterior, Antonio esperaba que no les fuera muy difícil conseguir colarse en alguna de las bateas del tren, pues el convoy no contaba con más personal que el maquinista y unos mozos de frenos.

 

Así, esperaron escondidos e impacientes la llegada del convoy, que surgió en la lejanía entorno a la hora que les había comentado el ferroviario, con su lenta marcha, iluminando la oscuridad.

 

Antonio y los carboneros esperaron un tiempo prudencial una vez que el tren quedó detenido por completo. Y observaron los movimientos del maquinista y los guardafrenos. Cuando vieron el lugar despejado avanzaron agachados junto a las bateas, probando a forzar algunas de las puertas. No parecía que ninguna fuera a ceder fácilmente, a pesar de estar muchas oxidadas y medio rotas. Finalmente una de ellas, muy estropeada, cedió un poco ante los insistentes empujones de Antonio y sus compañeros. Empujaron con más fuerza y la puerta cedió algo más, hasta que lograron tener un hueco suficiente por el que colarse al interior. Lo había logrado una vez más, ya estaban dentro. Aquel tren sería, con suerte, su penúltima etapa de aquella larga travesía, habida cuenta que si lograban llegar a Guadix aún les quedaría una última caminata de entorno a siete horas a pie hasta alcanzar el Cortijo de El Raposo.

 

No mucho después el tren se puso de nuevo en marcha y siguió su lento y traqueteante recorrido sin grandes sobresaltos.

 

Al día siguiente llegaron por fin a la estación de Guadix y se bajaron doloridos y extenuados tras una larga noche de dura travesía en el tren. Ya sólo les quedaba un último esfuerzo supremo: alcanzar el cortijo de El Raposo.

 

En el estado lamentable en el que llegaban, con pelo largo de varios meses, barba sin afeitar desde hacía mucho, negros como el tizón, sin oportunidad de haber podido lavarse en mucho tiempo, nadie los pudo reconocer. Amanecía cuando felizmente pisaron por fin las tierras del cortijo de El Raposo. Completamente extenuados, se sentaron a descansar en unos bancos de piedra que había a la entrada. El viaje había terminado, al fin.

Cortijo de El Raposo, Agosto de 2003
Cortijo de El Raposo, Agosto de 2003.


No hay palabras para describir la inmensa emoción y alegría que los embargó cuando su madre y hermanos supieron que Antonio estaba vivo y había regresado sano y salvo. Todos se fundieron en un gran abrazo, llenos de lágrimas, con la enorme alegría de saber que el joven Antonio había sobrevivido milagrosamente a aquella terrible guerra.





© Fernando Conesa Navarro. Reservados todos los derechos.




Imagen del Cortijo de El Raposo. 26-08-2003. Autor: Fernando Conesa Navarro.







domingo, 21 de noviembre de 2021

Andanzas de un campesino soldado. Capítulo 7. Mares de gente

 


Capítulo 7.   Mares de gente



29 de Marzo de 1939

Sierra de Espadán (Castellón)



Por pistas de tierra iban descendiendo lentamente de aquella sierra convertida en tumba para muchos, y que sólo querían ya olvidar. Llegaron a un lugar donde habían formado un inmenso montón de armas y municiones, una auténtica montaña siniestra y metálica, emergida tras el paso de innumerables soldados que por allí iban pasando. A todos se les registraba y se les ordenaba desarmarse por completo. Los soldados pronto se unieron a una gran muchedumbre de gentes de toda condición y origen.


Larga fila de refugiados camino del exilio. 1939. | nuevatribuna.es


Hombres, mujeres y niños de todas las edades, viudas que llevaban a sus hijos hacia la casa de algún familiar que los acogiera, jóvenes perdidos y desorientados que se dirigían quizá hacia algún puerto o alguna gran ciudad, algún que otro vendedor ambulante que ofrecía los más variopintos productos, familias enteras que habían perdido su hogar en algún bombardeo y trataban de huir del país en alguno de los escasos barcos británicos y franceses que zarpaban de los puertos hacia el exilio, vagabundos, desterrados, proscritos, pobres y ricos. La guerra les había igualado a todos, y caminaban ahora en busca de alguna salida tras el infierno vivido. 



Imagen del Stanbrook llevando a bordo numerosos refugiados, fue el último buque que zarpó del Puerto de Alicante en Marzo de 1939. | elpais.com


El gentío era inmenso, los caminos eran verdaderos ríos humanos, gentes de todo tipo y condición, que con paso lento iban hacia algún lugar donde volver a comenzar de alguna manera sus vidas. De vez en cuando pasaban camiones y vehículos militares, atestados hasta arriba de gente. Antonio, cansado de la larga caminata, vio la oportunidad al ver pasar un vehículo que remolcaba un cañón, allí, encaramados al artefacto bélico habría una veintena de hombres, apiñados como podían, para librarse de tener que ir a pie. Ayudado por la mano tendida de uno de aquellos hombres, Antonio logró subirse al cañón, y de tal guisa aguantó hasta que al día siguiente por la tarde llegaron a Valencia. La capital mediterránea, plaza fuerte del bando republicano hasta casi los últimos momentos de la guerra, era ahora un completo y caótico bullir de gente, atestado y confuso. Por todos lados se oía a los fascistas victoriosos corear y vitorear el nombre de su líder. La nueva guardia, la recién creada guardia civil de Franco, intentaba controlar los movimientos de tanto gentío. Camiones militares atestados de gente, interminables colas para conseguir comida, viajeros esperando conseguir algún hueco para viajar a su destino, gente de toda condición, que al término de la guerra, trataban de llegar a sus esperados destinos. Y otros muchos que trataban de huir desesperadamente por barco para abandonar apresuradamente el país.

Así fue Antonio a parar a la estación de ferrocarril, con la esperanza de ser devuelto a tierras andaluzas. En la estación no cabía un alfiler. Miles y miles de personas llenaban los escasos trenes, que pronto no admitían a nadie más. Guiado por las voces de megafonía, Antonio buscó el tren que partía hacia Andalucía, pero en vano lo intentaba, pues los trenes estaban todos a reventar, era imposible encontrar un sólo hueco. Allí tuvo que esperar junto a otros muchos compañeros, mientras esperaban con resignación que hubiera algún hueco en alguno de los trenes. Antonio aún tenía algo de dinero y probó a comprar unos bocadillos en unos puestos de comida que allí habían montado. Tuvo muchas dificultades, pues consternado cayó en la cuenta de que el dinero republicano carecía ya de ningún valor, así que nadie se lo aceptaba. A pesar de todo consiguió comprar algunos bocadillos, en uno de aquellos puestos, donde sin duda se apiadaron del hambre de aquellos soldados. Así esperaron hasta la mañana siguiente, cuando, tras varios trenes perdidos por no caber ya nadie más, lograron encontrar por fin un hueco en un convoy de bateas de mercancías que decían que se dirigía hacia Andalucía. Viajaron lentamente, apiñados y muy incómodos en aquel tren totalmente sobrecargado de gente. El suelo era de duros tablones de madera rotos y maltratados por las mercancías, polvorientos y llenos de tierra y paja. El aire olía a orines y enfermedad, y la oscuridad sólo era rota por finos haces de luz que se filtraban por las rendijas de las paredes. Ese era el viaje inhumano que tenían que aguantar, removidos constantemente por el traqueteo infernal de la vía y el ensordecedor estrépito del tren en movimiento.

Al día siguiente, al atardecer, llegaron a Alcázar de San Juan. Allí se vio su viaje truncado cuando unos piquetes de la guardia civil comenzaron de forma inesperada a desalojar el tren. Antonio y sus compañeros descubrieron entonces llenos de consternación y desesperación que el supuesto “tren a Andalucía” no era más que una emboscada del nuevo régimen para engañarlos y llevarlos presos. Con total impotencia, no pudieron hacer más que seguir aquella interminable fila de vencidos, camino de prisión. 




Los mandaron formar en grupos de unos 50, y los condujeron hasta la plaza de toros del lugar, que se había convertido en una improvisada y atestada cárcel. Allí se apiñaban cientos y cientos de personas, desfallecidos y atacados por el hambre. Por fortuna, más tarde fueron alimentados con un chusco de pan y un plato de comida, que sus estómagos agradecieron tras un penoso día entero sin comer. Pero la situación en aquella plaza pronto comenzó a ser cada vez más penosa, los estaban matando de hambre. Varios oficiales, armados con palos, les mandaban formar varias veces al día y no eran pocas las veces que empleaban dichos palos de forma indiscriminada. Quien no caía muerto de hambre, lo hacía bajo los palos de aquellos militares sin escrúpulos.

Una mañana comenzaron a organizarlos y a pedirles documentación. Tomaban sus datos para la llamada “filiación”, debían esperar allí mientras se les comunicaba a sus parientes su estado y, tras comprobar que no eran “enemigos del régimen”, podrían abandonar el lugar. Se investigaba a cada prisionero, sobretodo a través de informes de alcaldes, sacerdotes y jefes de la guardia civil y la Falange de la localidad natal de cada individuo. De esta forma clasificaban a los prisioneros en tres grupos diferenciados: los “forajidos”, que eran enviados directamente a juicio, en el que se les decretaba pena de cárcel o fusilamiento; los “hermanos forzados”, los que se consideraba que creían en los ideales fascistas pero habían sido obligados a combatir en el bando republicano; y los “desafectos”, aquellos que habían formado parte del bando republicano pero el nuevo régimen valoraba que no tenían una ideología firme, y por tanto se les consideraba “recuperables”. Pero aquel proceso podía fácilmente alargarse meses, y no sabían si aguantarían tanto tiempo el hambre que estaban padeciendo.

Prisioneros republicanos en un campo de concentración franquista. | Biblioteca Nacional de España.


Antonio, por casualidad, había coincidido allí con unos conocidos carboneros de su mismo cortijo, y pronto comenzaron a especular entre ellos sobre la idea de escaparse de alguna manera de allí. Eran muy conscientes de que si no lo hacían, morirían de hambre o bajo los golpes de aquellos guardias. Se habían percatado de que la vigilancia del lugar era mínima, e intuían que los mismos guardias civiles que les custodiaban no eran en el fondo partidarios de aquel encierro que estaba matando de hambre a aquella pobre gente, tan sólo cumplían órdenes. Por lo que imaginaban que no sería difícil escapar de allí.

La oportunidad se les presentó una noche lluviosa. Los guardas se habían retirado a resguardarse del fuerte aguacero que caía, y la ocasión era favorable. ¡Tenían que intentarlo! Si los descubrían, serían tiroteados o apresados y después torturados, pero si se quedaban allí morirían de hambre, así que optaron por escapar.

Se armaron de valor y, resueltos, en lo más fuerte del aguacero, se encaramaron a lo alto de la tapia de la plaza. El agua se precipitaba  resbalando por las paredes, los dedos les resbalaban, y tiritaban calados y entumecidos. El miedo era atroz, pero la suerte les fue favorable y aprovechando los salientes y recovecos de los ladrillos dispuestos en arcos que formaban la fachada de la plaza, fueron descendiendo con sigilo. Como aprendices de escaladores fueron capaces de sortear milagrosamente aquel precipicio, sin siquiera contar con cuerdas que los sujetaran. 

Con un último salto consiguieron tocar el suelo, y sonrieron felices viéndose ya libres. Por fortuna nadie intentó detenerles, tenían el camino libre. Caminaron liberados bajo aquella lluvia que les había salvado. Callejearon por las solitarias calles de Alcázar de San Juan, saludados solamente por el continuo repiquetear del agua que caía de los tejados, hasta salir a campo abierto y empezar una nueva y larga travesía hacia el sur. Después de tantas penurias, por fin tenían un golpe de suerte. ¡Eran libres!



© Fernando Conesa Navarro. Reservados todos los derechos.




Imagen de una larga fila de refugiados. Autor desconocido.
Publicada por José Luis Ibáñez Salas.



Imagen del Stanbrook. Autor desconocido.
Publicada en un artículo de J. A. Aunión. Diario El País.



Imagen de prisioneros. Biblioteca Nacional de España.
Publicada en artículo de Carlos Monteagudo.







domingo, 14 de noviembre de 2021

Andanzas de un campesino soldado. Capítulo 6. De vuelta al infierno

 



Capítulo 6.    De vuelta al infierno




Tres jóvenes caminaban por los pedregosos caminos que descienden de las estribaciones de la Sierra de Baza, adentrándose poco a poco en el Valle de Guadix. Había algo más de seis horas y media a pie entre el cortijo y la cabecera comarcal. Caminaban despacio, sin prisa, en una fría mañana de otoño. Tristes, desanimados y resignados. No tenían ninguna prisa por llegar a su destino, así que caminaban lentamente y despreocupados, intentando alargar lo más posible su llegada a la estación. Llegados a la estación de Guadix compraron sus billetes y tomaron el tren hacia Almería. Una vez llegados a la capital almeriense decidieron alojarse en una fonda durante unas cuantas noches. Sabían lo inevitable, pero querían alargar todo lo posible la espera hasta tener que presentarse finalmente ante la autoridad. Así estuvieron unos cuantos días, ociosos, caminando despreocupados por las calles de la ciudad, hasta que finalmente un guardia de la ETAPA les dio el alto mientras caminaban y les pidió la documentación. Tras revisar los documentos el guardia les preguntó qué hacían allí, y por qué no estaban en su correspondiente brigada. Los tres jóvenes no tuvieron más remedio que decir la verdad: Que habían “perdido” su brigada, y por tanto eran evadidos. Un delito que se castigaba con la cárcel.


Así pues, fueron conducidos a un “centro de recuperación”, que no era más que un absurdo eufemismo con el que llamaban en aquellos días a las cárceles militares. De esta forma los tres jóvenes comprobaron que tanto si los hubieran apresado en su hogar como si iban voluntariamente a Almería su destino iba a acabar siendo el mismo. Habían terminado en la boca del lobo.


Allí, en un acuartelamiento, convertido en prisión militar, malvivieron durante varios meses, encarcelados junto al resto de soldados que habían sido capturados tras su evasión de los frentes, ateridos de frío durante un largo invierno. Solían apretujarse y empujarse unos a otros por lograr un hueco junto a alguno de los escasos braseros, que poco servían en aquella caverna helada, aborreciendo la detestable sopa boba con que los alimentaban, peleando siempre por una manta con que luchar contra aquel frío y húmedo invierno. El ambiente estaba allí cargado de humedad, y el frío entumecía intensamente todos los huesos del cuerpo. Más de uno cayó víctima de tuberculosis o de fiebres en aquellos meses. Los presos solían lanzarse penosas miradas esquivas unos a otros preguntándose quién sería el siguiente. El transcurso de los días se hacía lento y monótono recluidos en aquella cámara del infierno. De vez en cuando trataban de matar el tiempo jugando a las cartas, otras veces eran forzados a trabajar limpiando todo el acuartelamiento.




En este punto es necesario decir que las fechas no están claras. Si bien es cierto que el inicio del relato se sitúa claramente en Julio de 1936, coincidiendo con el inicio de la Guerra Civil, conforme avanza la acción las fechas comienzan a ser difusas en muchos momentos, y hay grandes “lagunas” temporales, perfectamente entendibles por otra parte, teniendo en cuenta que todo lo narró de viva voz mi abuelo Antonio a través de diversas historias cortas en la primavera de 2010, cuando ya contaba con 90 años, haciendo uso de una admirable memoria y demostrando una precisión de detalles excepcional en numerosos puntos, tal como demuestran estos relatos.


Según lo relatado por mi abuelo, sus dos compañeros, Juan y Galindo, y él permanecieron encarcelados en el acuartelamiento de Almería entorno a uno o dos meses, aunque pudo ser bastante más tiempo en realidad. 


Por la información que se ha podido consultar se sabe que la 48ª brigada del ejército republicano — brigada que señala mi abuelo a la que fueron destinados tras salir del acuartelamiento de Almería —  no fue enviada hacia el frente de Levante hasta Junio de 1937. De acuerdo con ello la estancia en el acuartelamiento de Almería bien podría haberse alargado entorno a seis meses, en lugar de uno o dos meses como señalaba mi abuelo en sus recuerdos.


Tampoco está muy claro cuánto tiempo permanecieron en el frente de la Sierra de Espadán tras el cautiverio en Almería, aunque de la información disponible podría deducirse que fue una larga estancia, que bien pudo alargarse igualmente durante muchos meses.


Hay grandes lagunas en el relato de mi abuelo entre principios de 1937 y comienzos de 1939, lo que obliga a hacer aquí un gran salto temporal.





Centro de Recuperación de la ETAPA, Almería

Entorno a Junio de 1937.



Una mañana Antonio y sus dos compañeros fueron llamados repentinamente por los guardias del acuartelamiento. Les sacaron finalmente de allí tras varios meses recluidos, y los presentaron a una pequeña tropa que esperaba a la entrada del acuartelamiento. Un sargento y tres soldados, que con escuetas palabras les ordenaron que los siguieran. Fueron conducidos a la estación de ferrocarril, y allí tomaron un tren que tras un largo y lento viaje los devolvió nuevamente al ya conocido frente de Segorbe, en la Sierra de Espadán; donde la 48º Brigada del ejército republicano se estaba reorganizando.


Allí permanecieron varios meses, siempre ojo avizor, guarnecidos en trincheras unas veces, protegidos en algún fortín otras, siempre temiendo lo peor. De cuando en cuando se producían algunas escaramuzas y pequeños enfrentamientos, pero la mayor parte de las veces eran sofocados en poco tiempo.





Aquí hay que hacer mención de nuevo a una gran laguna temporal en los recuerdos de mi abuelo, puesto que la continuación de los relatos salta de repente a inicios de 1939.



Frente de Levante, Sierra de Espadán (Castellón).

Hacia inicios de 1939.


Restos de una fortificación militar del bando nacional en el frente de la Sierra de Espadán (Castellón).
Restos de una fortificación militar del bando nacional en el frente de la Sierra de Espadán (Castellón).


Ya era enero del 39, y aunque Antonio y sus compañeros de brigada aún lo desconocían, la guerra daba ya sus últimos coletazos, con el bando republicano cada vez más acorralado y debilitado. En poco más de dos meses sería invadido Madrid, y la guerra se acercaría irremediablemente a su final.

 

Una noche hubo más movimiento del habitual, y pronto se vieron inmersos en una encarnizada batalla. Las balas silbaban por todas partes, ráfagas de ametralladora barrían el lugar, se sucedían las explosiones y los gritos, el aire se llenaba de humo y olor a muerte. Antonio y sus compañeros con gran desesperación se vieron en las últimas, y esta vez no había escapatoria posible, ¡perecerían allí!

 

Antonio pensó una vez más en su hogar, en su madre, en sus hermanos, y en la lejana tranquilidad del cortijo, tan irreal en aquellos momentos en mitad de aquel país resquebrajado por la guerra.

 

Muchos cayeron aquella fatídica noche, pobres infortunados que ya no regresarían con sus familias, vidas truncadas que se iban sin poder despedirse de los suyos.

 

Llenos de terror, Antonio y los que le acompañaban miraban impotentes el macabro escenario.

 

Por fin cesaron los tiros. Poco a poco la tormenta bélica dio paso a una triste noche silenciosa, fría y macabra. Algunos dudaban de si realmente seguían vivos o estaban ya muertos, pues aquello parecía el mismo infierno.

 

Antonio y los demás comprobaron consternados que su compañero Galindo no estaba. Preguntaron a unos y a otros sin éxito, buscaron desesperados en todos los refugios y parapetos, en las trincheras y recodos de la montaña, miraron con estupor entre los caídos, temiendo lo peor a cada instante. Pero por fortuna su amigo no estaba entre las bajas. Aún podía estar vivo. Deseaban poder volver a verlo y esperaban que hubiera podido ir a parar a algún lugar resguardado.

 

Durante los siguientes dos meses permanecieron allí, en el mismo frente, apostados en búnkeres y trincheras, encadenando interminables y tediosas guardias, rumiando la detestable comida enlatada, y matando el tiempo unas veces fumando y otras liando cigarrillos con tabaco de liar. No volvió a haber ningún incidente de importancia tras aquella violenta batalla en la que perdieron la pista de su amigo Galindo. Los días se sucedieron largos y lentos en aquellas trincheras, y no veían el final de aquella agonía.

 

 

 

 

Una bendita noche del mes de marzo, sería ya el día 28, ya de madrugada, a eso de las 4, un comisario fue dando la orden de alto el fuego a todos los soldados. Nadie debía disparar un solo tiro hasta nueva orden. Ningún motivo se les dio de esto, pero intuían que aquello podía presagiar buenas noticias, al menos para ellos. Y así fue como, ya de mañana, se confirmó definitivamente que la dura guerra había terminado, al menos en aquel frente, ya que el fin oficial de la guerra en todo el país no se produjo hasta cuatro días después, el 1 de Abril de 1939, tras sofocar las últimas resistencias del bando republicano en el Puerto de Alicante.

 

Uno de los oficiales fue anunciando a los soldados la buena nueva: ¡la guerra había terminado!, nada les ataba ya al ejército, cada uno podía tomar el camino que quisiera, ¡eran libres! A lo lejos, en lo más alto del pico de “La Ballesta”, que dominaba el lugar, el bando nacional mostraba esperanzadoras banderas blancas. Pronto fueron varias las insignias de paz que ondearon en varios puntos de la sierra. Mostraban el fin de la guerra, pero también la victoria del bando fascista. Eran innumerables los gritos y vítores a Franco, el General líder de la victoria. Contrastaba aquella algarabía con el resignado silencio del bando republicano, que cabizbajos unos, taciturnos y serios otros, iban abandonando lentamente el lugar, pesarosos y cavilando con mucha incertidumbre qué sería de ellos a partir de entonces… Habían cesado los enfrentamientos, en aquel y en otros muchos frentes del país, pero la guerra aún tenía horrores reservados para muchos…

 


© Fernando Conesa Navarro. Reservados todos los derechos.


 

 

Imagen del frente de la Sierra de Espadán. Autor: Villelite, flickr.com.

FUENTE:   https://www.flickr.com/

https://www.flickr.com/photos/villelite/5495601980/in/photostream/

 


 Portada


Prólogo


Capítulo 1


Capítulo 2


Capítulo 3


Capítulo 4


Capítulo 5


Capítulo 7


Capítulo 8


Capítulo 9


Epílogo